Decía Santo Tomás en la Summa Theologica que el gobierno debe
estar para atender el bien común y que este bien común pasa por atender las
necesidades de las personas. Él distinguía entre necesidades de indigencia y
necesidades de estatus. Las primeras son las que corresponden a lo que el
hombre necesita para vivir, como el alimento, el vestido, la vivienda o la
salud, hoy añadimos la educación, la cultura y la comunicación. Las segundas
son las referidas a la posición social que se desempeña en función del bien
común. Según el Aquinate, el bien común está por encima del bien individual y
por ello, el gobierno o Estado, diríamos hoy, debe atender las necesidades de
la gente a costa, a veces, de los intereses individuales, que podrían ser
legítimos, pero que dejan de serlo en el momento en el que el bien común se ve
lesionado. Con la doctrina de Santo Tomás en la mano, no podríamos permitir que
en una sociedad existan seres humanos que sufran necesidades básicas, mientras
otros viven en la opulencia. Así lo ve la Doctrina Social de la Iglesia y
afirma que la propiedad privada está al servicio del bien común, lo que implica
que el Estado pueda y deba en ocasiones hacer un uso común de una propiedad
privada.
Hoy vemos cómo existe una
empresa farmacéutica, Gilead, que tiene los derechos de patente sobre un
medicamento, Sovaldi, que, dicen los expertos, es capaz de salvar de la muerte
al 90% de los pacientes. Este medicamento tiene un precio prohibitivo, en
Estados Unidos lo vende Gilead a 70.000 dólares el tratamiento. España llegó a
un acuerdo, se dijo, para reducir el coste del tratamiento a 25.000 dólares. El
precio, aun así, sigue siendo prohibitivo y sólo el Estado puede asumir tal
coste. Sin embargo, surgen muchos interrogantes, porque el precio de producción
de un tratamiento completo no supera los 100 euros, pero la empresa, amparada
por la patente que blinda el producto por 10 años, lo vende en situación de
monopolio al precio que le parece más oportuno, evitando sanar a millones de
seres humanos que se podrían beneficiar del medicamento. La empresa Gilead no
actúa como farmacéutica, sino como multinacional, es decir, no busca sanar una
enfermedad y de ahí obtener el beneficio, sino obtener el beneficio a cualquier
precio.
La India llegó a un acuerdo para producir el Sovaldi por 700 dólares el tratamiento, pero sólo puede venderlo en su país. La farmacéutica mantiene el control apoyada por la legislación internacional sobre patentes. No deja de ser sarcástico que la única legislación internacional que se cumple siempre es la que protege a las empresas, no la que protege a las personas. ¿Cómo es posible que el derecho a la vida esté supeditado al derecho al legítimo lucro? Pues así es, y si alguien rompe esa patente y produce el medicamento para darlo a quien lo necesita, aunque lo hiciera sin lucro alguno, se vería procesado ante los tribunales y tendría penas severísimas. Sin embargo, la empresa que por omisión está matando a millones de seres humanos que no pueden pagar el medicamento, sigue subiendo en bolsa y repartiendo beneficios a sus dueños.
Sabemos que el Sovaldi lo
investigó otra empresa con fondos públicos, después lo adquirió Gilead por
8.000 millones de dólares. Al día de hoy ha obtenido el 1000% de beneficio. ¿Es
legítimo que esta empresa juegue con la vida de los seres humanos? ¿No debería
el Estado, en aras del bien común, como propone Santo Tomás y la Doctrina
Social, expropiar esa patente para hacer que la gente se salve de una muerte
segura? Las necesidades de las personas no pueden ser un negocio para lucrarse, pero los gobiernos cómplices del homicidio sistémico que estamos viendo, no harán nada por evitar el crimen, antes bien, siguen implementando políticas, ante una previsible derrota electoral, que blinden las privatizaciones en el sector de la salud. De esta manera, aseguran a las empresas privadas como Gilead, que sus beneficios en el futuro seguirán creciendo a costa del bien común, de la salud de las personas y de la decencia de nuestros políticos.
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